En mi casa
me enseñaron bien.
Cuando yo
era un niño, en mi casa me enseñaron a honrar dos reglas sagradas:
Regla N° 1:
En esta casa las reglas no se discuten.
Regla N° 2:
En esta casa se debe respetar a papá y mamá.
Y esta regla
se cumplía en ese estricto orden. Una exigencia de mamá, que nadie discutía...
Ni siquiera papá. Astuta la vieja, porque así nos mantenía a raya con la simple
amenaza: “Ya van a ver cuando llegue papá”. Porque las mamás estaban en su
casa. Porque todos los papás salían a trabajar... Porque había trabajo para
todos los papás, y todos los papás volvían a su casa. No había que
pagar rescate o ir a retirarlos a la morgue. El respeto por la autoridad de
papá (desde luego, otorgada y sostenida graciosamente por mi mamá) era razón
suficiente para cumplir las reglas.
Usted
probablemente dirá que ya desde chiquito yo era un sometido, un cobarde
conformista o, si prefiere, un pequeño fascista, pero acépteme esto: era muy
aliviado saber que uno tenía reglas que respetar. Las reglas me contenían, me
ordenaban y me protegían. Me contenían al darme un horizonte para que mi mirada
no se perdiera en la nada, me protegían porque podía apoyarme en ellas dado que
eran sólidas... Y me ordenaban porque es bueno saber a qué atenerse. De lo
contrario, uno tiene la sensación de abismo, abandono y ausencia.
Las reglas a
cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan reales y consistentes como eran
“lavarse las manos antes de sentarse a la mesa” o “escuchar cuando los mayores
hablan”. Había otro
detalle, las mismas personas que me imponían las reglas eran las mismas que las
cumplían a rajatabla y se encargaban de que todos los de la casa las
cumplieran. No había diferencias. Éramos todos iguales ante la Sagrada Ley
Casera.
Sin embargo,
y no lo dude, muchas veces desafié “las reglas” mediante el sano y excitante
proceso de la “travesura” que me permitía acercarme al borde del universo
familiar y conocer exactamente los límites. Siempre era descubierto, denunciado
y castigado apropiadamente.
La travesura
y el castigo pertenecían a un mismo sabio proceso que me permitía mantener
intacta mi salud mental. No había culpables sin castigo y no había castigo sin
culpables. No me diga, uno así vive en un mundo predecible.
El castigo era
una salida terapéutica y elegante para todos, pues alejaba el rencor y
trasquilaba a los privilegios. Por lo tanto las travesuras no eran
acumulativas. Tampoco existía el dos por uno. A tal travesura tal castigo.
Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y preparados a cumplir.
Así fue en
mi casa. Y así se suponía que era más allá de la esquina de mi casa. Pero no.
Me enseñaron bien, pero estaba todo mal. Lenta y dolorosamente comprobé que más
allá de la esquina de mi casa había “travesuras” sin “castigo”, y una enorme
cantidad de “reglas” que no se cumplían,
porque el que las cumple es simplemente un estúpido (o un boludo, si me lo
permite decir).
El mundo al
cual me arrojaron sin anestesia estaba patas para arriba. Conocí algo
que, desde mi ingenuidad adulta (sí, aún sigo siendo un ingenuo), nunca pude
digerir, pero siempre me lo tengo que comer: "la
impunidad". ¿Quiere saber una cosa? En mi casa no había impunidad. En mi casa
había justicia, justicia simple, clara, e inmediata. Pero también había piedad.
Le explicaré: Justicia, porque “el que las
hace las paga”. Piedad, porque uno cumplía la condena estipulada y era
dispensado, y su dignidad quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto
tiempo, y listo... Y ni un minuto más, y ni un minuto menos. Por otra parte,
uno tenía la convicción de que sería
atrapado tarde o temprano, así que había que pensar muy bien antes de sacar los
pies del plato. Las reglas
eran claras. Los castigos eran claros. Así fue en mi casa.
Y así creí
que sería en la vida. Pero me equivoqué. Hoy debo reconocer que en mi casa de
la infancia había algo que hacía la diferencia, y hacía que todo funcionara. En
mi casa había una “Tercera Regla” no escrita y, como todas las reglas no
escritas, tenía la fuerza de un precepto sagrado. Esta fue la regla de oro que
presidía el comportamiento de mi casa:
Regla N° 3:
No sea insolente. Si rompió la regla, acéptelo, hágase responsable, y haga lo
que necesita ser hecho para poner las cosas en su lugar.
Ésta es la
regla que fue demolida en la sociedad en la que vivo.
Eso es lo
que nos arruinó. LA INSOLENCIA.
Usted puede
romper una regla -es su riesgo- pero si alguien le llama la atención o es
atrapado, no sea arrogante e insolente, tenga el coraje de aceptarlo y hacerse
responsable. Pisar el césped, cruzar por la mitad de la cuadra, pasar semáforos
en rojo, tirar papeles al piso, tratar de pisar a los peatones, todas son
travesuras que se pueden enmendar... a no ser que uno viva en una sociedad
plagada de insolentes.
La
insolencia de romper la regla, sentirse un vivo, e insultar, ultrajar y
denigrar al que responsablemente intenta advertirle o hacerla respetar. Así no
hay remedio.
El mal de
los Argentinos es la insolencia. La insolencia está compuesta de petulancia,
descaro y desvergüenza. La insolencia hace un culto de cuatro
principios:
- Pretender
saberlo todo
- Tener
razón hasta morir
- No
escuchar
- Tú me
importas, sólo si me sirves.
La insolencia en mi país admite que la gente
se muera de hambre y que los niños no tengan salud ni educación.
La
insolencia en mi país logra que los que no pueden trabajar cobren un subsidio
proveniente de los impuestos que pagan los que sí pueden trabajar (muy justo),
pero los que no pueden trabajar, al mismo tiempo cierran los caminos y no dejan
trabajar a los que sí pueden trabajar para aportar con sus impuestos a aquéllos
que, insolentemente, les impiden trabajar. Léalo otra vez, porque parece mentira.
Así nos
vamos a quedar sin trabajo todos.
Porque a la
insolencia no le importa, es pequeña, ignorante y arrogante.
Bueno, y así
están las cosas. Ah, me olvidaba, ¿Las reglas sagradas de mi casa serían las
mismas que en la suya? Qué interesante. ¿Usted sabe que demasiada gente me ha
dicho que ésas eran también las reglas en sus casas?.
Tanta gente
me lo confirmó que llegué a la conclusión que somos una inmensa mayoría. Y
entonces me pregunto, si somos tantos, ¿por qué nos acostumbramos tan
fácilmente a los atropellos de los insolentes?
Yo se lo voy
a contestar.
PORQUE ES
MÁS CÓMODO, y uno se acostumbra a cualquier cosa, para no tener que hacerse
responsable. Porque hacerse responsable es tomar un compromiso y comprometerse
es aceptar el riesgo de ser rechazado, o criticado. Además, aunque somos una
inmensa mayoría, no sirve para nada, ellos son pocos pero muy bien organizados.
Sin embargo, yo quiero saber cuántos somos los que estamos dispuestos a
respetar estas reglas.
Le propongo
que hagamos algo para identificarnos entre nosotros.
No tire
papeles en la calle. Si ve un papel
tirado, levántelo y tírelo en un tacho de basura. Si no hay un tacho de basura, llévelo con
usted hasta que lo encuentre. Si ve a
alguien tirando un papel en la calle, simplemente levántelo usted y cumpla con
la regla nº 1. No va a pasar mucho
tiempo en que seamos varios para levantar un mismo papel. (que sencillo y no se cumple).
Si es
peatón, cruce por donde corresponde y respete los semáforos, aunque no pase
ningún vehículo, quédese parado y respete la regla.
Si es un
automovilista, respete los semáforos y respete los derechos del peatón. Si saca
a pasear a su perro, levante los desperdicios.
Todo esto
parece muy tonto, pero no lo crea, es el único modo de comenzar a desprendernos
de nuestra proverbial INSOLENCIA.
Yo creo que
la insolencia colectiva tiene un solo antídoto, la responsabilidad individual.
Creo que la grandeza de una nación comienza por aprender a mantenerla limpia y
ordenada.
Si todos
somos capaces de hacer esto, seremos capaces de hacer cualquier cosa.
Porque hay
que aprender a hacerlo todos los días. Ése es el desafío.
Los
insolentes tienen éxito porque son insolentes todos los días, todo el tiempo.
Nuestro país está condenado: O aprende a cargar con la disciplina o cargará
siempre con el arrepentimiento.
¿A USTED QUÉ
LE PARECE?
¿PODREMOS
RECONOCERNOS EN LA CALLE ?
Espero no
haber sido insolente.
En ese caso,
disculpe.
Dr. Mario
Rosen
El Dr. Mario
A. Rosen es médico, educador, escritor. Tiene 63 años. Socio fundador de
Escuela de Vida, Columbia Training System, y Dr.. Rosen & Asociados. Desde
hace 15 años coordina grupos de entrenamiento en Educación Responsable para el
Adulto. Ha coordinado estos cursos en Neuquén, Córdoba, Tucumán, Rosario, Santa
Fe, Bahía Blanca y en Centro América. Médico residente y Becario en
Investigación clínica del Consejo Nacional de Residencias Médicas (UBA)..
Premio Mezzadra de la Facultad de Ciencias Médicas al mejor trabajo de
investigación (UBA). Concurrió a cursos de perfeccionamiento y actualización en
conducta humana en EEUU y Europa. Invitado a coordinar cursos de motivación en
Amway y Essen Argentina, Dealers de Movicom Bellsouth, EPSA, Alico Seguros,
Nature, Laboratorios Parke Davis, Melaleuka Argentina, BASF
Más información:
Existen
muchos tópicos sobre los buenos modales, y la relación que los mismos guardan
con la edad. Pero la mayor parte de los mismos, son eso, solamente tópicos. Lo
que pasa, es que, como dice mi abuela, los "malos" siempre han hecho
más ruido que los "buenos" y por eso parecen más.
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