Entonces, de
la nada, su madre soltaba la pregunta.
-¿Qué es lo
más importante en la vida?
El buscaba,
sin suerte, la respuesta en los ojos de la mujer.
-¿Boca?
¿Platense?
Ella
respiraba hondo. El aire necesario para inflamar las palabras que venían: algo
importante, dicho como para siempre.
-No, el
amor. Lo más importante es el amor.
***
Es lunes. Es
una mañana fresca, pero soleada. Las personas, las cosas, todavía luchan contra
la inercia plácida del domingo. Estamos en el Colegio Carmen Arriola de Marín -
arboledas profundas, edificios como cascos de estancia, alumnos con uniforme-.
Aquí las cosas, la gente, parecen estar muy en su lugar. Hasta que llega Juan.
Juan -camisa
a cuadros saliéndose del pantalón, jeans flojos, algo caídos y con manchas de
pintura roja, cinturón largo que le cuelga de un costado y mocasines con mucho
camino andado- llega arrastrando unas bolsas con frazadas. Lo sigue, algo
desconcertado, un empleado -portero, maestranza, seguridad-. Sin dejar de
avanzar, Juan busca su mirada. Le habla con autoridad.
-No te
preocupes por el quilombo. Yo estoy acostumbrado a hacer quilombo. Pero sin
nervios. Esto tiene que ser con alegría. Con alegría...
Y tira, con
toda la alegría que puede, su carga en medio del patio parquizado. Ahí un grupo
de cincuenta alumnos del colegio escucharán respetuosos a ese hombre de cabello
entrecano, ojos celestes y bigote pelirrojo, que suelen ver en la tele.
Escucharán sobre el temporal de los últimos días y sobre la necesidad de ayudar
a las víctimas. Escucharán sobre cómo subir el pedido a sus redes sociales
("pidiendo fácil y concreto, porque en Internet la gente está en
cualquiera").
Juan saca
fotos con su celular y pedirá -siempre se puede pedir más- que, ya que están,
lo ayuden a llevar esas frazadas para allá. Allá es donde puedan ser vistas por
otros. Allá, carnada para contagiar las ganas de ayudar.
Hoy es su
primer día de trabajo en el Colegio Marín. Durante los últimos cinco años
estudió y generó lo que llaman cultura solidaria en el colegio parroquial Santo
Domingo Savio, en La Cava. Ahora, la diócesis de San Isidro, de alguna manera
su empleador, lo transfirió a este lugar, en el extremo opuesto de las
condiciones socioeconómicas.
Le dan, le
prestan, una oficina y se mete como en su casa. Se sienta frente al escritorio
de madera y vidrio, prende la computadora. Revisa su correo.
-¿Mate
podemos tomar?
El mismo
empleado de antes, su cara, un monumento al desconcierto.
-Bueno.,
¿trajeron mate?
-No. -dice
Juan, la vista clavada en la pantalla-. En eso estamos desarmados.
Siempre se
puede pedir más.
Un
improvisado equipo de mate no tarda en llegar. Lo trae una chica. Juan la recibe
con pompas. Dice que muchas gracias. Dice que cómo es tu nombre. Dice que un
gusto. Y le da un beso.
Finalmente
se acomoda. Y propone, se propone, algo que cumplirá sólo a medias.
-Vos
preguntá y yo respondo.
***
El hombre se
ha vuelto un experto francotirador. Sabe disparar las respuestas que a los
medios les gusta publicar. Sabe, siente, que le regalan su atención y a cambio
se entrenó para facilitar las cosas. Su discurso es una combinación de frases
cortas, números y porcentajes, historias que conmueven. Difícil no caer en la
tentación de desgrabarlas textuales. Habrá que luchar con su habilidad para
desintegrarse, para perderse en el discurso hasta desaparecer. Para volverse
menos, mucho menos, que un mero canal comunicador. Habrá que luchar para hablar
de Juan Carr.
***
Antes de
escuchar por primera vez aquello de que lo importante es el amor, Juan ya había
escuchado sobre el hambre. Eran tiempos de hambruna en Biafra y de pósters (así
se le llamaban) de Unicef con escenas de niños pobres en campos verdes. También
escuchaba decir que él era un chico inteligente. Los exámenes hablaban de un
coeficiente intelectual alto, pero no sabía muy bien para qué le servía. Sería,
tal vez, una especie de consuelo que le ofrecían por ser hijo único o por ser,
desde que tuvo 2 años, hijo de padres separados en tiempos en que semejante
destino se llevaba como una cicatriz abierta en la frente. Desde que su madre
-una mujer culta a la que le gustaban los idiomas- se había separado de su
padre -un abogado que, como él ahora, quería cambiar el mundo- vivía en un
universo habitado por fuertes presencias femeninas: su mamá, su abuela y su
tía. Para contrarrestar tanta contención, su madre decidió introducirlo en otro
mundo: el de los boy scouts.
Después fue,
como suele ser, una cuestión de superposiciones. Un poco de la cultura scout,
con aquello de siempre listos y la buena acción del día. Otro poco de educación
laica en una escuela sarmientina. Y, más adelante, un colegio católico de
padres pasionistas con una concepción mística de la solidaridad. Capa tras
capa, era preparado para ser lo que se llama un buen hombre. Tanto que, harto
de escuchar sobre el amor al prójimo y ansioso por ponerlo en práctica, lo
primero que hizo el día que cumplió 18 años fue ir a donar sangre. Dos meses
después misionaba con los indios wichis y pilagás, en Formosa.
A esa altura
ya tenía algunas certezas: se había creído lo de su inteligencia y sabía que la
quería usar para ayudar a otros. Quería, cambiar el mundo, así, grande:
caaambiaaar el muuundooo. Y se le antojó que la manera más básica, ambiciosa y
animal de cambiar el mundo y ayudar a otros era combatiendo el hambre. El
hambre. Así de grande.
Trabajó de
plomero, fue profesor de Biología y Química y se recibió de veterinario. Se
hizo veterinario, dice, porque son los veterinarios, los agrónomos y los
médicos los que saben cómo un aminoácido se va a convertir en proteína en su
paso de la tierra a la raíz, de la raíz a la hoja, de la hoja a la panza de una
vaca y de la vaca a la panza y al cerebro de un chico desnutrido. Se hizo
veterinario para combatir el hambre.
***
Es jueves.
Es una tarde soleada, pero fresca. Estamos en el hogar de tránsito Cura
Brochero, un lugar para gente en situación de calle. La casita es un típico
chalet de Vicente López con un atípico mural del artista plástico Milo Lockett
en la entrada. En la entrada, al lado del mural, dos hombres sentados. Parece
que esperaran algo. Parece que no supieran qué. Un empleado abre una compuerta
que hace de mirilla, pregunta quién es y exagera una queja no muy creíble.
-Juan
siempre cita gente acá y no avisa.
Adentro,
paredes con revoque a la vista, con crucifijo dorado, con carteles que dicen
baños, comedor, cuartos y recepción. Adentro, olor a gas, a comida, a jabón de
al por mayor. Adentro, la radio prendida: Jorge Lanata habla de los millones de
dólares que alguien gastó en algo.
Hay un
sillón viejo con pilas de ropa doblada y etiquetada. Una mesa tapada de
papeles. Un termo, un mate. Sillas, de diferentes juegos. Hay armarios de chapa
con candados. Colchones. Una pila de toallas limpias y gastadas. Toallas, de
diferentes juegos. Hay estatuilla de la virgen. Estatuilla de la Madre Teresa.
Estatuilla del cura Brochero. Una remera de los Pumas firmada y enmarcada.
Santos, de diferentes juegos.
Todo tan
quieto, todo tan callado. Hasta que llega Juan. Se mete como en su casa. Se
sienta frente a una computadora. Revisa su correo.
Dice cómo es
esto, su vida.
-Esto es
como un caos ordenado. Si a la realidad la enfrentás caóticamente, te pasa por
arriba, pero también si la enfrentás organizadísimo.
Entre el
orden y el caos propone que vayamos a una escuela, acá cerca. Y ahí nos
sentamos a charlar, dice.
En la
escuela, una oficina triste: dos sillas, un escritorio y una ventana que casi
no es.
-Lo lamento,
pero hoy vamos a tener que hablar de Juan Carr.
-Adelante.
Mi mujer y mi terapeuta dicen que soy huidizo, pero no es para tanto.
***
Si pudiera
aplacarse, mostrarse calmo, sosegado. Si no tuviera tanta alegría de vivir. Si
hiciera un esfuerzo para que el peso de la vida y el dolor de los otros se le
notara más en los hombros y en la cara. Si articulara un discurso repleto de
silencios y medios tonos, inflexiones de la voz. Si dijera yo en vez de
nosotros. Si se mostrara más prolijo, más ordenado, menos impulsivo. Si posara
un poco más su capacidad de reflexión. Si posara un poco más ante las cámaras.
Si posara un poco más.
***
Transcurría
1983. Juan y María salían hacía un año. Y todo se detuvo. Todo se mezcló en una
maraña sin tiempo. Todo, sarcoma. Todo, linfoma no-Hodgkin. Todo, hay que
abrir. Todo, quimioterapia. Todo, tumor. Todo, tres meses de vida. Todo, estar
en manos de Dios.
Fueron cinco
años que Juan le dedicó a retener la vida, eso que se da por sentado, por
retenido. Controles cada mes, cada dos meses, cada seis meses y cada año. En
marzo de 1988, el último. En septiembre de ese año; como todo indicaba que, al
final, no se iba a morir, se casó con María. Lo que sí, decían los médicos: no
iba a poder tener hijos. Después tuvieron cinco.
***
Encerrado en
la oficina del colegio, Juan se preocupa porque la historia de su tumor no se
lea, no se escriba, como una película épica de Hollywood.
-No quiero
que nadie sienta que se abre una puerta, lo enceguece la luz y aparece alguien
que camina a un metro del suelo. Yo le temo a eso. Hay como un olor a
personalidad superespecial, casi mágica, que no me gusta.
También se
preocupa porque en ese cuartito empieza a faltar el aire. Trata de abrir la
minúscula ventana y en el intento se le cae el barral de la cortina. Los
problemas de todo el mundo.
-Yo tengo
los problemas que tiene todo el mundo. De personalidad especial, nada. Todavía
no pagué las últimas dos cuotas del colegio de mis hijos. Tengo unas goteras en
mi casa. Lo que sí puedo decir es.
Antes de
decir lo que sí puede decir, un silencio poco habitual.
-Puedo decir
que en la situación de sufrimiento me volví muy respetuoso del dolor de los
demás. Y que reafirmé todos los sueños que tenía. Reafirmé un estilo de vida
cristiano. Reafirmé mi fe. Y seguí pensando que no es justo que alguien duerma
en la calle y tenga frío, que no es justo que alguien no se trasplante porque
falta un órgano, que no es justo que un chico no pueda acceder a la
Universidad. En todo eso ya creía, y menos mal, porque lo confirmé.
Si parece
que no nos morimos, dice que pensó, vamos a retomar donde estábamos.
***
Y un día,
sin querer, Juan puso a prueba su ego. Creó, con cinco amigos, la Red Solidaria
y se arriesgó a convertirse en un personaje público. Ser menos Juan y más Juan
Carr.
La Red
Solidaria fue desde el principio: conectar a personas que tengan algo de tiempo
disponible para que vinculen, a su vez, a quien sufre una necesidad con quien
pueda ofrecer una solución. Hasta ahí, una forma más de voluntariado. Fue con
la participación en un programa de radio que los cinco fundadores descubrieron
la palabra mágica: comunicación. Si cada vez que alguien de la red aparecía en
un medio, los teléfonos explotaban de llamadas, había que aparecer más. A
fuerza de verborragia, de claridad conceptual, de calentura, Juan fue el que
más apareció. Y empezó a ser Juan Carr, el de la Red Solidaria.
Diecisiete
años después habla de nosotros, pero es él el que intenta volver a ser
cualquiera.
-Es que
nosotros somos cualquier persona, somos los cualquieras. La red es un modelo
para que la gente común haga. La gente común puede traer una frazada, mandar
por e-mail la foto de un chico perdido, ser donante de órganos.
Volver a ser
lo que más le gusta: Juan, a secas.
-Y cuando se
hace mucha comunicación o una tapa de LNR no parecés alguien común, nadie te
puede imitar. La comunicación te descualquieriza.
Juan, a
secas.
Sintió que
lo logró una noche fría y lluviosa. Estaba disimulado entre un grupo de
voluntarios que entregaba abrigo y comida a gente en situación de calle. Y una
voluntaria muy joven se puso a explicarle qué era la Red Solidaria. A él, a
Juan Carr, a Juan, a secas.
-Fue un
momento mágico. Alguien me explicaba en la calle lo que habíamos soñado hacía
años. Me lo explicaba perfecto.
***
La casa de
Juan Carr es un portón blanco en una calle interrumpida por las vías del tren.
La casa es -blanco, cemento alisado, madera y vidrio- una casa de revista de
decoración. La casa es -pared marcada, sillón gastado, parque con cañas
crecidas y cosas fuera de lugar- una casa de la vida real. La luz que entra por
las ventanas, los colores pastel de los cuadros pintados por María, la gente
que entra y sale todo el tiempo, el mate siempre listo., hacen que uno se
sienta a gusto en la casa de Juan Carr.
En la mesa
del comedor está María, la mujer de Carr. Está con Alejandro, su primo.
Alejandro tiene 36 años, a los 18 tuvo un ACV que lo dejó como está ahora:
volcado en una silla de ruedas, sin habla y con sus movimientos muy limitados.
Como está ahora: el rostro, pura luz, algo, un reflejo, parecido a la alegría.
Como está ahora: ojos que sí pueden hablar.
En poco
tiempo la mesa se llena de comensales: Juan, María, Alejandro, tres
colaboradores de la Red y la mamá de Alejandro -pelo blanco inmaculado,
delantal de cocina-. Carr agarra la guitarra, pone un cancionero en su laptop y
trata de cantar algo. Pronto se aburre y deja la guitarra a un lado. Son las
cuatro y media de la tarde y María improvisa un almuerzo con lo que había en la
heladera: arroz yamaní, carne fría, verduras, queso cremoso y cerveza. En la
cabecera de la mesa Alejandro duerme volcado sobre el brazo de su mamá.
***
Yo, Juan
Carr, doy diez batallas por día. Pierdo ocho, empato una y gano una. Pero por
esa que gano traeme sidra para celebrar. Yo, Juan Carr, tengo la derrota
garantizada. Y lo digo con alegría, no me deprimo. Hay un chico que se
trasplantó, pero hay 6700 que esperan. Yo, Juan Carr, soy pedante. Cuando me
pongo humilde es porque lo laburo, pero también porque la realidad me humilla
todo el tiempo.
Yo, Juan
Carr, tengo que estar todo el tiempo con el pie en el freno. Del dolor, lo más
cerca necesario y lo más lejos posible. Ya sé lo que es la sensibilidad de la
gente: aprendí a llenar un estadio de gente que brama y grita solidaridad,
solidaridad y le caen lágrimas por las mejillas, pero se apagan las luces y
todo, todos, vuelven a la normalidad. Y yo necesito que no sólo se emocionen,
sino que se comprometan.
Yo, que
quería cambiar el mundo desde que tenía 4 años fui muy respetuoso de todos los
pasos que tenía que cumplir. Tenía que trabajar, trabajé. Tenía que estudiar,
estudié. Tenía que convertirme en un profesional, fui profesional. Todo lo que
tenía que ser lo fui. Todo lo formal lo cumplí. ¿Vieron que lo podía cumplir?
Bueno, ya está, ahora tengo que cambiar el mundo.
***
Marcelo
López Birra es director del Colegio San José de Calasanz y de la cátedra
Educación para la Paz y la Comprensión Internacional de la Unesco. Fue quien
nominó por quinto año consecutivo a Juan Carr para el Premio Nobel de la Paz.
La
nominación presenta a Carr como un modelo a seguir. Como alguien que es
sinónimo de solidaridad en la Argentina. Y como creador de un modelo,
replicable a muy bajo costo en todo el mundo, que modificaría la realidad de
mucha gente.
Por ahora
son 231 personas o instituciones de todo el mundo las aceptadas en la nómina de
postulantes. A partir de ahora, tres instancias, internas y secretas, de
filtrado. Hasta conocer, el 12 de octubre, el nombre del próximo premio Nobel
de la Paz.
***
María tiene
las cejas fuertes, la cara fresca, los dientes muy blancos y los ojos miel.
Habla con una dulzura sin almíbar. Parece simple, sin dobleces.
Debería ser
la persona indicada si uno quisiera conocer el lado malo del bueno de Carr:
ella espera cuando su marido se empecina en ayudar a una viejita que vio
cargando bolsas por la calle. Ella tolera las escandalosas interrupciones de su
celular. Ella para porque a él le pareció que se acababan de cruzar con alguien
que tenía un problema. Ella sostiene al que sostiene a otros. Ella y nadie más
que ella, tan armónica, delicada, tiene que convivir con ese estilo que es la
falta de estilo de la ropa de Carr.
Pero María
no tiene quejas.
Si hay un
hombre que acepta acercarse al dolor de los otros sin miedo a intoxicarse, un
hombre tan íntegro y tan demente que se propone, que realmente se propone,
cambiar el mundo, María es el tipo, probablemente el único tipo de mujer que
tiene que tener al lado.
***
Cuánto
alivio daría. Si Juan Carr fuera algo especial, único e irrepetible. Qué
alivio, alguien que se ocupe de hacer lo bueno mientras los demás hacemos lo
que podemos. Qué alivio, alguien que corporice de semejante manera el concepto
de solidaridad. Qué alivio, alguien que se encargue de cambiar el mundo, eso
que los demás no hacemos por falta de tiempo y de dinero. Si fuera un santo, si
fuera un prócer, si fuera el hombre más bueno del mundo, qué alivio.
***
María acepta
el juego: busca qué contar sobre su marido. Algo que lo humanice.
-Va al
supermercado y tarda tres horas. Compra cualquier cosa. Compra de lo que hay
donde está parado, trae carne y no entra en el freezer. Un desastre.
María se
ríe. Tocan timbre. Es Juan, otra vez perdió las llaves.
-El todavía
no entiende por qué lo conocen en la calle. Sale en todos los noticieros y se
sorprende de que lo conozcan.
María se
ríe. Juan prende la computadora.
-Cuando sale
en la tele pone las manitos acá adelante y baja los hombros. Yo le digo: Juan,
te parás como pobrecito y no queda.
María se
ríe. A Juan le suena el celular y sale hablando.
-Es plomero,
pero cada vez que arregla un caño lo hace hablando por teléfono y al final hay
que llamar a alguien para que lo repare.
María se
ríe. En el ventanal, a sus espaldas, Carr anda por el parque. En una mano el
celular, en la otra un serrucho. Mientras habla, corta, mal, las cañas.
***
Si
entendiera que el dinero es un tema.
Carr vive de
sus dos trabajos: el de los colegios parroquiales y el de Mundo Invisible, una
agencia de comunicación creada para difundir noticias sociales que está
sostenida por patrocinadores.
Si le diera
miedo la pobreza.
-Yo no voy a
ser pobre nunca. Vivo en una casa que tiene algunas goteras y si me quiero ir a
Europa mañana, no puedo. Pero no me puedo quejar, ni me interesa. Yo ni nadie
de la clase media a la que pertenezco vamos a ser pobres nunca. El tema no es
el dinero. No lo es.
Si se
conformara con pedir dinero.
-Yo no
necesito mucho dinero. Necesito el compromiso. Necesito: la donación de
órganos, la donación de sangre, la donación de médula ósea, un abrazo para el
tipo que está mal., nada de dinero. Cuanto más lejos esté el dinero mejor. Este
mundo, que fabrica las mejores armas nucleares para aniquilar a otros, está
gobernado por los que sacaron diez en economía. Así que ese camino ya lo
probamos. Hay que ir por otro.
***
La parroquia
del padre Juan Gabriel Arias es blanca y celeste. La luz filtrada por dos
grandes vitraux tiñe el antiguo baptisterio cuando el cura habla de la
magnanimidad de Juan Carr. Mientras dice que Carr tiene la virtud de hacer
cosas grandes. Mientras dice que Carr es más religioso que él, que tiene más
vida espiritual que él.
-Juan es un
Evangelio vivo. Una persona que no leyó nunca el Evangelio puede verlo a Juan y
bueno., así es el Evangelio. La vida se trata de esto.
***
Hay una
canción de Silvio Rodríguez que a Juan Carr le gusta mucho.
Debes amar,
/ la arcilla que va en tus manos, / debes amar, / su arena hasta la locura / y
si no, / no la emprendas / que será en vano.
Sólo el amor
/ alumbra lo que perdura, / sólo el amor / convierte en milagro el barro.
Debes amar,
/ el tiempo de los intentos, / debes amar, / la hora que nunca brilla / y si no
/ no pretendas tocar lo cierto. / Sólo el amor / engendra la maravilla, / sólo
el amor / consigue encender lo muerto.
***
Daniel
Goldman es rabino de la comunidad Bet-El. Es también un hombre de grandes, de
profundos silencios. Tiene la barba canosa, los anteojos de carey muy chiquitos
y la campera Nike.
Las mejores
definiciones sobre su amigo Juan las dará sin hablar: las pausas, las miradas,
la emoción. Incondicionalidad hecha gestos. Después, cuando hable, tratará de
resumir.
-La
tradición judía dice que el mundo se sostiene gracias a 36 justos. Yo no sé
decir si Juan es el más bueno del mundo, pero te aseguro que es uno de los 36
justos. Gracias a Juan y 35 personas más, que yo no conozco, el mundo se
mantiene. Conozco a uno. Y conocer a este uno a mí me hace celebrar la vida.
***
Yo, Juan
Carr, sé que el dolor manda, que el que sufre sabe. Que acercarse al que sufre
es como entrar a un templo. Que el dolor desencaja y no da la frialdad para
calcular. Pero que el que sufre sabe, más que yo, más que todos.
Yo sé que
frente al dolor del otro soy una anécdota.
***
Era el entierro
de su madre. En el cementerio, pocos, los íntimos. El rabino Daniel Goldman y
el cura Juan Gabriel Arias fueron los que pusieron las palabras. Juan, el
gesto.
Juan -esa
mezcla de dolor sereno de los que creen- agarró su guitarra. Se sentó -las
piernas colgando en la tumba abierta- y cantó aquello de sólo el amor.
Aquello de
amar el tiempo de los intentos y la hora que nunca brilla.
Aquello de
que sólo el amor engendra la maravilla. Consigue encender lo muerto.
leonardo.sebastian.blanco@gmail.com
CINCO VECES JUAN
1. La Red
Solidaria en la Argentina: en 2008, Carr dejó su dirección en manos de Manuel
Lozano. Hoy la Red cuenta con, aproximadamente, 800 voluntarios en todo el
país.
2. La Red
solidaria en el mundo: Carr asumió la dirección de este proyecto para replicar
el modelo de la red. "Estamos arrancando en Monterrey, Vietnam, Barcelona,
Boston, Asunción, Santiago de Chile. Algunas ciudades de Uruguay, de
Brasil...", dice.
3. Primer
centro universitario de lucha contra el hambre: funciona hace tres años en la
Facultad de Ciencias Veterinarias de la UBA. Es uno de los fundadores.
4. Colegios:
bajo la órbita del obispado de la Iglesia Católica en San Isidro trabaja
estudiando y generando la cultura solidaria en 7 escuelas de la zona norte,
desde el Colegio Parroquial Santo Domingo Savio de La Cava hasta el Colegio
Marín, en Becar.
5. Mundo
invisible: hace un año Carr fundó con tres amigos una particular agencia de
comunicación. "Estamos tratando de inventar la prensa de los pobres.
Queremos pelear la tapa de los diarios de Hispanoamérica con temáticas
solidarias. Que publiquen a la última estrella que ganó un Oscar, pero también
al médico número uno en desnutrición. Descubrimos que en el mundo, los pobres,
los postergados, no tienen prensa. Queremos darle visibilidad a los
invisibles."
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