Este mosaico
ha sido armado con unos pocos textos míos (Galeano), publicados en libros y revistas en
los últimos años. Sin querer queriendo, yendo y viniendo entre el pasado y el
presente y entre temas diversos, todos los textos se refieren, de alguna
manera, directa o indirectamente, a los derechos de los trabajadores, derechos
despedazados por el huracán de la crisis: esta crisis feroz, que castiga el
trabajo y recompensa la especulación y está arrojando al tacho de la basura más
de dos siglos de conquistas obreras.
La tarántula
universal
Ocurrió en
Chicago, en 1886.
El 1º de
mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario
Philadelphia Tribune diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado por una
especie de tarántula universal, y se ha vuelto loco de remate.
Locos de
remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas
y por el derecho a la organización sindical.
Al año
siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron
sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho. Georg Engel, Adolf Fischer,
Albert Parsons y Auguste Spies marcharon a la horca. El quinto condenado, Louis
Linng, se había volado la cabeza en su celda.
Cada 1º de
mayo, el mundo entero los recuerda.
Con el paso
del tiempo, las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes
les han dado la razón.
Sin embargo,
las empresas más exitosas siguen sin enterarse. Prohíben los sindicatos obreros
y miden la jornada de trabajo con aquellos relojes derretidos que pintó
Salvador Dalí.
Una
enfermedad llamada trabajo
En 1714
murió Bernardino Ramazzini.
El era un
médico raro, que empezaba preguntando:
–¿En qué
trabaja usted?
A nadie se
le había ocurrido que eso podía tener alguna importancia.
Su
experiencia le permitió escribir el primer tratado de medicina del trabajo,
donde describió, una por una, las enfermedades frecuentes en más de cincuenta
oficios. Y comprobó que había pocas esperanzas de curación para los obreros que
comían hambre, sin sol y sin descanso, en talleres cerrados, irrespirables y
mugrientos.
Mientras
Ramazzini moría en Padua, en Londres nacía Percivall Pott.
Siguiendo
las huellas del maestro italiano, este médico inglés investigó la vida y la
muerte de los obreros pobres. Entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era
tan breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban,
desnudos, por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de limpieza
respiraban mucho hollín. El hollín era su verdugo.
Desechables
Más de
noventa millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas Wal-Mart. Sus
más de novecientos mil empleados tienen prohibida la afiliación a cualquier
sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un desempleado más.
La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los derechos humanos proclamados
por las Naciones Unidas: la libertad de asociación. El fundador de Wal-Mart,
Sam Walton, recibió en 1992, la Medalla de la Libertad, una de las más altas
condecoraciones de los Estados Unidos.
Uno de cada
cuatro adultos norteamericanos, y nueve de cada diez niños, engullen en
McDonald’s la comida plástica que los engorda. Los trabajadores de McDonald’s
son tan desechables como la comida que sirven: los pica la misma máquina.
Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.
En Malasia,
donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan, las empresas Intel,
Motorola, Texas Instruments y Hewlett Packard lograron evitar esa molestia. El
gobierno de Malasia declaró union free, libre de sindicatos, el sector
electrónico.
Tampoco
tenían ninguna posibilidad de agremiarse las ciento noventa obreras que
murieron quemadas en Tailandia, en 1993, en el galpón trancado por fuera donde
fabricaban los muñecos de Sesame Street, Bart Simpson y Los Muppets.
En sus
campañas electorales del año 2000, los candidatos Bush y Gore coincidieron en
la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo norteamericano de
relaciones laborales. “Nuestro estilo de trabajo”, como ambos lo llamaron, es
el que está marcando el paso de la globalización que avanza con botas de siete
leguas y entra hasta en los más remotos rincones del planeta.
La
tecnología, que ha abolido las distancias, permite ahora que un obrero de Nike
en Indonesia tenga que trabajar cien mil años para ganar lo que gana en un año
un ejecutivo de Nike en los Estados Unidos.
Es la
continuación de la época colonial, en una escala jamás conocida. Los pobres del
mundo siguen cumpliendo su función tradicional: proporcionan brazos baratos y
productos baratos, aunque ahora produzcan muñecos, zapatos deportivos,
computadoras o instrumentos de alta tecnología además de producir, como antes,
caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas malditas por el mercado mundial.
Desde 1919,
se han firmado 183 convenios internacionales que regulan las relaciones de
trabajo en el mundo. Según la Organización Internacional del Trabajo, de esos
183 acuerdos, Francia ratificó 115, Noruega 106, Alemania 76 y los Estados
Unidos... catorce. El país que encabeza el proceso de globalización sólo
obedece sus propias órdenes. Así garantiza suficiente impunidad a sus grandes
corporaciones, lanzadas a la cacería de mano de obra barata y a la conquista de
territorios que las industrias sucias pueden contaminar a su antojo.
Paradójicamente, este país que no reconoce más ley que la ley del trabajo fuera
de la ley es el que ahora dice que no habrá más remedio que incluir “cláusulas
sociales” y de “protección ambiental” en los acuerdos de libre comercio. ¿Qué
sería de la realidad sin la publicidad que la enmascara?
Esas
cláusulas son meros impuestos que el vicio paga a la virtud con cargo al rubro
relaciones públicas, pero la sola mención de los derechos obreros pone los
pelos de punta a los más fervorosos abogados del salario de hambre, el horario
de goma y el despido libre. Desde que Ernesto Zedillo dejó la presidencia de
México, pasó a integrar los directorios de la Union Pacific Corporation y del
consorcio Procter & Gamble, que opera en 140 países. Además, encabeza una
comisión de las Naciones Unidas y difunde sus pensamientos en la revista
Forbes: en idioma tecnocratés, se indigna contra “la imposición de estándares
laborales homogéneos en los nuevos acuerdos comerciales”. Traducido, eso
significa: olvidemos de una buena vez toda la legislación internacional que
todavía protege a los trabajadores. El presidente jubilado cobra por predicar
la esclavitud. Pero el principal director ejecutivo de General Electric lo dice
más claro: “Para competir, hay que exprimir los limones”. Y no es necesario
aclarar que él no trabaja de limón en el reality show del mundo de nuestro tiempo.
Ante las
denuncias y las protestas, las empresas se lavan las manos: yo no fui. En la
industria posmoderna, el trabajo ya no está concentrado. Así es en todas
partes, y no sólo en la actividad privada. Los contratistas fabrican las tres
cuartas partes de los autos de Toyota. De cada cinco obreros de Volkswagen en
Brasil, sólo uno es empleado de la empresa. De los 81 obreros de Petrobras
muertos en accidentes de trabajo a fines del siglo XX, 66 estaban al servicio
de contratistas que no cumplen las normas de seguridad. A través de trescientas
empresas contratistas, China produce la mitad de todas las muñecas Barbie para
las niñas del mundo. En China sí hay sindicatos, pero obedecen a un estado que
en nombre del socialismo se ocupa de la disciplina de la mano de obra:
“Nosotros combatimos la agitación obrera y la inestabilidad social, para
asegurar un clima favorable a los inversores”, explicó Bo Xilai, alto dirigente
del Partido Comunista chino.
El poder
económico está más monopolizado que nunca, pero los países y las personas
compiten en lo que pueden: a ver quién ofrece más a cambio de menos, a ver
quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera del camino están
quedando los restos de las conquistas arrancadas por tantos años de dolor y de
lucha.
Las plantas
maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe, que por algo se llaman
“sweat shops”, talleres del sudor, crecen a un ritmo mucho más acelerado que la
industria en su conjunto. Ocho de cada diez nuevos empleos en la Argentina
están “en negro”, sin ninguna protección legal. Nueve de cada diez nuevos
empleos en toda América latina corresponden al “sector informal”, un eufemismo
para decir que los trabajadores están librados a la buena de Dios. La
estabilidad laboral y los demás derechos de los trabajadores, ¿serán de aquí a
poco un tema para arqueólogos? ¿No más que recuerdos de una especie extinguida?
En el mundo
al revés, la libertad oprime: la libertad del dinero exige trabajadores presos
de la cárcel del miedo, que es la más cárcel de todas las cárceles. El dios del
mercado amenaza y castiga; y bien lo sabe cualquier trabajador, en cualquier
lugar. El miedo al desempleo, que sirve a los empleadores para reducir sus
costos de mano de obra y multiplicar la productividad, es, hoy por hoy, la
fuente de angustia más universal. ¿Quién está a salvo del pánico de ser
arrojado a las largas colas de los que buscan trabajo? ¿Quién no teme
convertirse en un “obstáculo interno”, para decirlo con las palabras del
presidente de la Coca-Cola, que explicó el despido de miles de trabajadores
diciendo que “hemos eliminado los obstáculos internos”?
Y en tren de
preguntas, la última: ante la globalización del dinero, que divide al mundo en
domadores y domados, ¿se podrá internacionalizar la lucha por la dignidad del
trabajo? Menudo desafío.
Un raro acto
de cordura
En 1998,
Francia dictó la ley que redujo a treinta y cinco horas semanales el horario de
trabajo.
Trabajar
menos, vivir más: Tomás Moro lo había soñado, en su Utopía, pero hubo que
esperar cinco siglos para que por fin una nación se atreviera a cometer
semejante acto de sentido común.
Al fin y al
cabo, ¿para qué sirven las máquinas, si no es para reducir el tiempo de trabajo
y ampliar nuestros espacios de libertad? ¿Por qué el progreso tecnológico tiene
que regalarnos desempleo y angustia?
Por una vez,
al menos, hubo un país que se atrevió a desafiar tanta sinrazón.
Pero poco
duró la cordura. La ley de las treinta y cinco horas murió a los diez años.
Este
inseguro mundo
Hoy, abril
28, Día de la Seguridad en el Trabajo, vale la pena advertir que no hay nada
más inseguro que el trabajo. Cada vez son más y más los trabajadores que
despiertan, cada día, preguntando:
–¿Cuántos
sobraremos? ¿Quién me comprará?
Muchos
pierden el trabajo y muchos pierden, trabajando, la vida: cada quince segundos
muere un obrero, asesinado por eso que llaman accidentes de trabajo.
La
inseguridad pública es el tema preferido de los políticos que desatan la
histeria colectiva para ganar elecciones. Peligro, peligro, proclaman: en cada
esquina acecha un ladrón, un violador, un asesino. Pero esos políticos jamás
denuncian que trabajar es peligroso, y es peligroso cruzar la calle, porque
cada veinticinco segundos muere un peatón, asesinado por eso que llaman
accidente de tránsito; y es peligroso comer, porque quien está a salvo del
hambre puede sucumbir envenenado por la comida química; y es peligroso
respirar, porque en las ciudades el aire puro es, como el silencio, un artículo
de lujo; y también es peligroso nacer, porque cada tres segundos muere un niño
que no ha llegado vivo a los cinco años de edad.
Historia de
Maruja
Hoy, 30 de
marzo, Día del Servicio Doméstico, no viene mal contar la breve historia de una
trabajadora de uno de los oficios más ninguneados del mundo.
Maruja no
tenía edad.
De sus años
de antes, nada decía. De sus años de después, nada esperaba.
No era
linda, ni fea, ni más o menos.
Caminaba
arrastrando los pies, empuñando el plumero, o la escoba, o el cucharón.
Despierta,
hundía la cabeza entre los hombros.
Dormida,
hundía la cabeza entre las rodillas.
Cuando le
hablaban, miraba el suelo, como quien cuenta hormigas.
Había
trabajado en casas ajenas desde que tenía memoria.
Nunca había
salido de la ciudad de Lima.
Mucho
trajinó, de casa en casa, y en ninguna se hallaba. Por fin, encontró un lugar
donde fue tratada como si fuera persona.
A los pocos
días, se fue.
Se estaba
encariñando.
Desaparecidos
Agosto 30,
Día de los Desaparecidos:
los muertos
sin tumba,
las tumbas
sin nombre,
las mujeres
y los hombres que el terror tragó,
los bebés
que son o han sido botín de guerra.
Y también:
los bosques
nativos,
las
estrellas en la noche de las ciudades,
el aroma de
las flores,
el sabor de
las frutas,
las cartas
escritas a mano,
los viejos
cafés donde había tiempo para perder el tiempo,
el fútbol de
la calle,
el derecho a
caminar,
el derecho a
respirar,
los empleos
seguros,
las
jubilaciones seguras,
las casas
sin rejas,
las puertas
sin cerradura,
el sentido
comunitario
y el sentido
común.
El origen
del mundo
Hacía pocos
años que había terminado la guerra española y la cruz y la espada reinaban
sobre las ruinas de la República.
Uno de los
vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En
vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían
mala cara, se encogían de hombros, le daban la espalda. Con nadie se entendía,
nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches,
ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa
beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el
catecismo.
Mucho tiempo
después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó.
Me lo contó
en Barcelona, cuando yo llegué al exilio.
Me lo contó:
él era un niño desesperado, que quería salvar a su padre de la condenación
eterna, pero el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.
–Pero papá
–preguntó Josep, llorando–. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?
Y el obrero,
cabizbajo, casi en secreto, dijo:
–Tonto.
Dijo:
–Tonto. Al
mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.
Fuente. Página/12
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